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LA IMAGEN COMO MATERIA VIVA

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A veces me ocurre, en medio de una conversación sobre cine o mientras observo una obra en una galería, que algo se despierta. Una frase lanzada al aire por un escultor, un comentario aparentemente banal de una pintora sobre las texturas del lino o del yeso, puede quedarse rondando en mi cabeza durante días, incluso semanas. No porque hable de lo que yo hago —la dirección de fotografía, el cine, la imagen— sino porque, sin proponérselo, lo está nombrando desde otro lugar. Con una precisión que los técnicos, los expertos en óptica, los que recitan el manual de luz como si fuera dogma, a menudo olvidan. Porque hay algo profundamente físico, casi artesanal, en la construcción de una imagen cinematográfica. No hablo aquí de la técnica en sentido instrumental, sino de ese estudio silencioso y obsesivo que uno hace del mundo para poder traducirlo en luz, encuadre y tiempo. Estudiar la imagen —como quien estudia el mármol, el pigmento o la madera— es enfrentarse a una materia viva, impredecible, cambiante. Y aprender a domesticarla con el respeto con que se toca a un animal salvaje. En mi experiencia, los mejores directores de fotografía no son los que más saben de cámaras —aunque deban saberlo— ni los que manejan una grúa o un seguimiento con mayor virtuosismo. Son, más bien, los que han desarrollado una sensibilidad casi enfermiza para la luz. La luz como lenguaje. La luz como forma de pensamiento. Porque la luz, en cine, no se limita a mostrar: revela. Y no revela lo evidente, sino lo que tiembla por debajo. Una pared blanca no es la misma a las diez de la mañana que al atardecer. Un rostro humano puede ser duro, sensual o frágil dependiendo de una fuente mínima colocada a tres grados más arriba o más abajo. Incluso el silencio de un plano puede variar según el tipo de textura que lo rodea: una madera desnuda absorbe el aire de una escena de forma distinta a una pared de azulejos. Estas no son intuiciones poéticas: son constataciones materiales que solo se aprenden mirando. Y mirando mucho. Por eso me fascina tanto el modo en que los artistas plásticos se relacionan con sus materiales. Ellos hablan del papel, del grano, de la resistencia de una superficie como quien habla de un cuerpo amado. Hay en su lenguaje una carnalidad que a menudo olvidamos los que trabajamos con aparatos digitales, con sensores y curvas de gamma. Pero la imagen verdadera, la que importa, no nace en la cámara: nace en la mirada. Y esa mirada se educa del mismo modo que un músico educa el oído: con años de paciencia, de error, de obsesión. Cuando uno filma, filma el mundo. Pero no el mundo tal como es, sino tal como se deja mirar. Y ese mundo responde, se modifica, se defiende. Hay días en los que no se deja capturar. Otros en los que, por una extraña alquimia, se entrega por completo. Y es entonces cuando sucede algo que no puede explicarse del todo: el plano respira. Se vuelve presencia. Y ahí, justo ahí, la imagen deja de ser un registro para convertirse en lenguaje. Ese es, para mí, el estudio de la imagen: un ejercicio constante de humildad y deseo. Como los pintores que vuelven a manchar la tela porque aún no encuentran el tono exacto del cielo, como los escultores que golpean la piedra sin saber si bajo esa dureza se esconde o no una forma. Uno filma buscando algo que rara vez está claro desde el principio. Y si lo está, probablemente no valga la pena filmarlo. A menudo se nos enseña que la dirección de fotografía es una suma de decisiones técnicas: qué lente usar, qué diafragma, qué fuente de luz, qué temperatura de color. Y lo es. Pero todo eso es apenas el andamiaje. Lo que da sentido a esas decisiones es el modo en que una escena vibra. La forma en que esa vibración se construye no puede enseñarse: se entrena. Se cultiva. Se escucha. Y, sobre todo, se toca con los ojos. He llegado a pensar que cada proyecto cinematográfico es una especie de cuerpo vivo. Tiene su piel, su olor, su temperatura. Algunos exigen la luz dura del mediodía. Otros, el temblor tenue de una lámpara de tungsteno al borde del fundido. Y uno debe acercarse con la delicadeza de quien no pretende imponer una forma, sino descubrirla. Ese descubrimiento es, para mí, el centro del oficio. Tal vez por eso, cuando escucho a alguien hablar con pasión sobre los materiales —sea un ceramista, un grabador o un escenógrafo— me siento en casa. Porque sé que hablamos de lo mismo, aunque con lenguajes distintos. Ellos con sus manos manchadas de polvo o tinta; yo, con la cabeza llena de luz y sombras. Pero todos, al fin y al cabo, trabajando con lo mismo: la materia invisible de lo sensible.

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